Política y palabras: la batalla por la realidad

Democrítikos
10 min readMar 18, 2021

Editorial

En estas semanas de hiperactividad política y crisis institucionales se reproduce un olvido común que nos impide interpretar la realidad con las mejores herramientas: el significado de las palabras y la guerra abierta, permanente, por definirlas y poseerlas. ¿Qué significa democracia? ¿Y socialismo? ¿Y libertad? ¿España? ¿Cataluña? ¿Derecha? ¿Izquierda? ¿Cultura? ¿Liberal? ¿Nación? ¿Occidente? ¿Corrupción? ¿Lealtad? ¿Tránsfuga?…

Cada lector puede, mentalmente, dar una definición a cada uno de esos términos parapetándose en estar enarbolando “la verdadera”, pero la batalla nunca cesa, y muy a menudo nos encontramos discutiendo en círculos con los demás mientras en nuestra mente resuenan las palabras: “¿Cómo es posible que no vea algo tan claro como yo lo veo?”. Y es que el debate sobre las palabras y su relación con la realidad que nos envuelve apenas tiene presencia en nuestros medios de comunicación, en la opinión pública, a pesar de estar en el germen de la mayoría de las confrontaciones sociales y políticas que afectan a nuestras cada vez más polarizadas sociedades.

El uso, abuso y sentido de las palabras con las que designamos el mundo que nos rodea ha sido una constante en el debate filosófico. Ya en los siglos XII y XIII se produjeron acaloradas discrepancias entre representantes escolásticos del realismo y el nominalismo. Los realistas determinaban que las palabras empleadas por los seres humanos expresaban realidades sustanciales, conceptos esenciales y previos incluso a la existencia física de lo nombrado. Por su parte, los nominalistas consideraban que las palabras eran convenciones, invenciones de acervo común sobre las que las personas se habían puesto de acuerdo para indicar cualidades genéricas que existían como tales después de ser nombradas. Esa carencia de esencialismo situaba a los nominalistas en una posición muy escéptica respecto a la interpretación del mundo, algo arriesgado en unos tiempos marcados por la firme creencia en elementos sobrenaturales, eternos y trascendentales.

Un filósofo da una lección sobre el planetario de mesa (1766), del pintor Joseph Wright.

No obstante la escuela nominalista formó parte de las raíces del trabajo de Guillermo de Ockham: el empirismo, el método inductivo y los principios de la ciencia moderna. La muy posterior Ilustración plasmó, en esta línea y de la mano del racionalismo, su celo por categorizar todas las cosas, incluidos términos como Dios o Nación, bajo criterios lo más explícitos, claros y cerrados posibles, hasta el punto de glosarlos en los primeros diccionarios y enciclopedias. Por primera vez desde puntos de vista externos, de fenómenos observables , a menudo tratando de sacudirles la interpretación de sujetos subjetivos para convertirlos en objetos objetivos, analizables científicamente. Esto supuso una revolución sin precedentes en la historia del pensamiento humano. Y a pesar de su influencia, palpable hoy, un giro lingüístico fundamental estaba aún por llegar y poner todo patas arriba.

El giro lingüístico comprende un tipo de filosofía analítica, deudora del trabajo de Wittgenstein, Austin y Rorty, que se ocupa de estudiar la influencia del lenguaje en la construcción del pensamiento, de la realidad y de nuestra relación con ella. Esta nueva interpretación de las palabras y conceptos, fue en gran medida impulsora del deconstruccionismo a través de figuras de lingüistas como Ferdinand de Saussure o Roman Jakobson; y por los intelectuales y académicos conocidos como posestructuralistas (o semióticos), entre los que destacan Jacques Derrida, Michel Foucault o Roland Barthes.

Su visión posmoderna contemplaba que las palabras, entendidas como significantes, sólo son relacionables con otros significantes, y que debían ser abstraídas por completo de la realidad material. El mundo sería exterior a las palabras (por las que estaríamos presos), y estas formarían complejos códigos de símbolos, mitos e imaginarios colectivos, pero ajenos a lo concreto, incapaces de designar las cosas con certeza y objetividad más allá de un mundo construido. La ideología, la experiencia y las creencias actuarían como velos que impedirían categorizar el mundo objetivamente. La propia ciencia estaría sesgada. En otras palabras: negaban la enciclopedia ilustrada y su validez categórica.

Las ciencias sociales se verían especialmente señaladas por esta nueva interpretación Foucault llegaría a decir, por ejemplo, que la Historia no era más que la “arqueología de los discursos”, de manera que los historiadores sólo se dedicarían en realidad a comparar textos entre sí (significantes) que no tendrían relación alguna con la realidad histórica y el pasado. Sumándose también a ciertas raíces marxistas, el impacto de esta forma de entender la realidad supuso un espaldarazo para la formación de las escuelas de teoría crítica, ya fuera con enfoque en la etnia, el género o la clase social.

De esta forma muchos defendieron, por ejemplo, que no podía hablarse de Historia, con mayúsculas, sino de distintos enfoques históricos e historiográficos dependientes quizá de análisis críticos sobre el colonialismo, la raza, el sexo o la religión. O que los mapas debían darse la vuelta, girarse 180º, para contestar a la tradicional forma de entender la disposición Norte-Sur. El manido y posterior concepto de corrección política hunde también sus raíces en varios aspectos del giro lingüístico y en una difusa guerra por los términos. Tal y como señala el profesor emérito de la Universidad de Santiago de Compostela y académico de la RAE Darío Villanueva en Morderse la lengua: corrección política y posverdad (2021):

[…] se define la corrección política como un movimiento surgido en los campus norteamericanos a mediados de los años ochenta desde los departamentos de Artes y Humanidades […]. Se trataba de deconstruir el canon literario, filosófico y artístico, dominado por el racionalismo eurocentrista, para incluir a representantes de las minorías invisibilizadas hasta entonces, especialmente las mujeres y los no blancos; de replantear los supuestos desde los que la Historia se seguía enseñando; de promover la igualdad sexual y racial incluso por medios de discriminación positiva; y poner el lenguaje al servicio de todas estas causas, introduciendo en la comunidad universitaria códigos políticamente correctos de conducta y, sobre todo, de expresión. En cualquier caso, se parte de la convicción de que no existe la neutralidad del lenguaje ni de que sea legítima y justa la defensa de la libertad de expresión. Todo está sometido al poder hegemónico, como también lo está […] la propia verdad o mentira de las creencias o afirmaciones.

Dado que estos debates surgieron en los muy políticos años 60–70, coexistentes con los fenómenos de la contracultura, no es de extrañar que terminaran arraigando con especial fuerza en los ámbitos académicos, asociativos, sindicales y estudiantiles. Esto tuvo sus potentes ventajas, como allanar el camino a para derrotar a viejas instituciones autoritarias, anquilosadas en pasados largo tiempo desvanecidos, y en combatir la lacra de la segregación racial y sexual.

Las nuevas retóricas desmitificadoras y deconstructivistas arribaron también, con el tiempo, a los partidos políticos. Y he aquí la clave de esta reflexión. Podría decirse que hoy todos los partidos son militantes del posestructuralismo y deudores del giro lingüístico. Tener esto en cuenta nos permite sacudirnos un poco la desesperación ante la aparente falta de sentido común que solemos asociar a nuestros líderes: no se rigen por el mismo código de lenguaje que la mayoría de la ciudadanía, y por tanto tampoco por el mismo sentido común. Es el sentido común a la clase política. Eso no los convierte en perversos, sí en oportunistas.

Muchos analistas políticos llevan décadas advirtiendo de la limitada profundidad- e incluso vacuidad- ideológica de la mayoría de los partidos, o de que vivimos en una agotadora campaña permanente que impide llevar a cabo reformas de calado. Pero a menudo falta una mirada más atenta a las palabras, esa materia prima del quehacer político. Las palabras pueden entretener e informar, sanar y apaciguar, soliviantar y crear conflicto.

El periodista David Rieff ha estudiado con profusión el impacto de determinadas retóricas en las causas nacionalistas y los discursos de la memoria. Una de sus anécdotas de referencia cuenta cómo cuando él cubría los conflictos en los Balcanes, preguntó a un francotirador por qué asesinaba fríamente a los que hasta hacía días eran sus vecinos. La respuesta fue que era imperdonable lo sucedido en una batalla del siglo XIV. Cuando Rieff le señalaba que aquello había pasado siglos atrás, la respuesta del francotirador permitía una mezcla de estupefacción y patetismo: “Ya, pero yo me enteré ayer”. Cuando el lenguaje entra en trance con el pasado (siempre con una interpretación del mismo, claro) tiene la fuerza necesaria para subvertir la realidad presente.

Aquel dicho popular que reza los políticos conocen las respuestas para resolver los problemas, lo que no saben es cómo ganar elecciones si nos las cuentan goza hoy de una vitalidad inigualable. Nunca nuestros líderes contaron con mayor cantidad de recursos materiales, think tanks, expertos, comisiones, colaboración supranacional o medios con los que comunicarse a su disposición. Nunca en toda la historia. Y sin embargo, como el medio no hace al mensaje, la mediocridad, el malabarismo terminológico, el marketing sin contenidos y la superficialidad de los eslóganes imperan. Parece que nunca tuvieron, tampoco, mayor miedo a decir lo que piensan, sus verdades, aun cuando estas puedan ser perfectamente desmontables. Resulta preferible para muchos envolverse en discursos gaseosos, a menudo válidos tanto para un encuentro con jueces como con presidiarios. Dispare en todas direcciones, que alguna bala acertará. La pregunta es, ¿acaso hay suficiente munición? ¿Hasta cuándo el sistema soportará el peso de un edificio construido con cinismo?

George Lakoff, experto en lingüística cognitiva, expone en su conocida obra sobre comunicación política No pienses en un elefante (2004) una serie de patrones de expresión que en teoría podían ayudar a un languidecido Partido Demócrata a ganar elecciones y confrontar determinados discursos emocionales y populistas que los republicanos dominaban desde la era Reagan. Parafraseando la célebre expresión, el libro venía a decir: ¡Son las emociones, idiota! . Y esas emociones podían ser despertadas mediante las metáforas y los símbolos. La metáfora bélica es por ello tan popular en política: sumada a nuestra natural tendencia tribal, regala un teatral discurso maniqueo y de inminente apocalipsis (que en su etimología griega significa “revelación” o “descorrimiento del velo”), todo ello sobre un escenario que enfrente a actores bien definidos. De ahí que a los considerados tibios se los expulse por no alinearse con las retóricas emotivas y exaltadas. La razón no casa bien con la emoción en unas elecciones.

Una prueba gráfica de la facilidad de nuestra mente para dejarse llevar por las palabras y obrar más allá de nuestra voluntad.

Pero todo se basaba al final en lo que las palabras hagan sentir, no en lo que designen, no en si encierran razonamientos y argumentos. Los mítines offline y online, los zascas y eslóganes en redes y las apariciones mediáticas aumentan exponencialmente en detrimento del grosor de los programas electorales y la profundidad de los debates. Es más, existen candidatos que llegan a no presentarse a debates, (¡aspirando a gobernar!), y presumen de ello, encantados de conocerse. Ni siquiera en la rudimentaria y elitista democracia ateniense Pericles se salvó de debatir. ¿Acaso la palabra deliberación tiene algún valor cuando significa lo mismo deliberar con otros, poniendo a prueba la resistencia de tus ideas, que deliberar con uno mismo en un mitin de simpatizantes? En el sentido común paralelo de los políticos, sí.

La palabra dada o expresada no goza de buena salud entre la clase política, y eso es porque hace tiempo que pereció. La posverdad es su sustituta. Una sustituta abrazada por una ciudadanía a menudo atrapada entre preocupaciones materiales legítimas y el tribalismo acrítico. De ahí que cualquier líder, sabedor de la dispensa especial de sus seguidores para (casi) todo lo que diga, pueda tildar de apocalíptica e insomne una coalición para, días después, encumbrarla como histórica; o que un partido acuse a otro de promover el transfuguismo al tiempo que presenta en flamantes actos de bienvenida a sus nuevos conversos, desertores al parecer de lugares dónde empezaron a vivir incómodos y taciturnos desde anteayer; o aquellos que proclaman que jamás, nunca, never, se sentarán a hablar con esos otros excepto cuando lo hagan.

Lo cual, mirado a través de la retórica malabarista, es coherente: “Yo dije que nunca pasaría esto, pero no definí nunca como usted me quiere obligar a definirlo. Para nosotros nunca significa mientras que…”. Citando al Conde de Romanones: “Señores, yo soy una persona seria. Cuando digo nunca jamás me refiero al momento presente”. Así, podría decirse que en la batalla por la realidad las palabras son las armas. Cuando ni siquiera somos capaces de ponernos de acuerdo sobre hasta dónde llega la verdad de las palabras, su literalidad y su relación con el mundo, el conflicto está servido. En ese campo gris entre la literalidad rígida y el relativismo acomodaticio suelen quedar atrapados la inmensa mayoría de ciudadanos.

Por tanto, ¿qué significan todos esos términos que hemos indicado al comienzo de este artículo? Significan lo que quieran significar en el momento en que se enuncian, siempre abiertos a significar otra cosa distinta cuando el momento sea otro.

En ese maremágnum de pérdida absoluta de relación entre lo enunciado y su definición concreta, entre la palabra y el mundo material, bien hacemos algunos en preocuparnos por una potencial y violenta quiebra de sistema: estamos a bordo de un descomunal buque de principios de siglo, navegando a toda máquina entre icebergs, con una tripulación que cambia puestos a cada hora de manera que el segundo de abordo es mañana el fogonero, y el vigía dice que hasta ayer era camarero de primera clase; con un capitán que define rapidez como firmeza sosegada, y que por la mañana afirma que jamás, nunca, este barco se hundirá, mientras los pocos botes salvavidas se apolillan sin que nadie tenga la prudencia de hacer un simulacro de desastre.

Todo ello al son de músicas y bailes de distracción, con un pasaje dividido entre aquellos preocupadísimos por si habrá consomé de pato en la cena, aquellos que se marean y aquellos que temen que las ratas se suban a su cama. Un pasaje y una tripulación a los que el nombre Titanic no les dice nada.

¿Qué podría salir mal?

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Espacio de análisis político, histórico y cultural. Soy David, un periodista interesado en informar, formar y entretener. Pensamiento crítico y ecuánime.