De virreinatos y colonias (V)
Imperiofilia, leyenda rosa y negacionismo
En esta pieza final, la más extensa, vamos a poner sobre la mesa el monopolio comercial propio de los imperios coloniales, del cual la Monarquía Hispánica no fue excepción; y vamos a destacar el debate constitucional de Cádiz como prueba de la incapacidad para transformar, realmente, las colonias en provincias de una misma nación.
Monopoly: Edición Imperial
Siglo XVIII. Pedro Rodríguez de Campomanes, ministro del Consejo de Hacienda, deja escrito en sus Reflexiones lo siguiente sobre los metales preciosos: “La Europa domina estos metales por la fuerza, el Asia los retiene por el Comercio, el África solo pone el trabajo y la América se vale de la posesión de las minas como de un fruto inagotable de su terreno.”
Dominio, Fuerza, Comercio, Trabajo (esclavo o forzado), Minas. Estas palabras reflejan una realidad comercial y colonial patente, más allá del empleo que Campomanes hace del término “colonias” para referirse a las posesiones españolas, muy común en documentos del siglo XVIII, como en su Discurso sobre el Comercio y Colonias del Mar del Sur, de 1759. Desde los primeros compases de la conquista se había desarrollado una tendencia monopolística del comercio desde la península, alineada con el mercantilismo dominante en las sociedades preindustriales.
La Monarquía de España , aun con fallos, contradicciones y malas decisiones, mostró tanto con Austrias como con Borbones una voluntad de monopolio con las posesiones americanas que se tradujo en la forja de mercados cautivos. Todas estas estrategias solo se suavizaron en el último período del imperio.
Como sostiene María Luisa Laviana Cuetos en su trabajo “La organización de la Carrera de Indias, o la obsesión del monopolio”:
Si la minería es el motor de la economía indiana, el comercio es el mecanismo que pone en marcha ese motor. Durante más de tres siglos la conexión entre España y América se hizo a través de la llamada Carrera de Indias, inspirada en un principio u obsesión: el monopolio. Para garantizarlo se establecen diversos mecanismos: control oficial, colaboración privada, puerto único, navegación protegida.
Para entenderlo debemos retroceder hasta la creación de la Casa de Contratación de Sevilla, en 1503. Fue esta, de hecho, la primera institución creada para organizar las pretensiones de monopolio “y regir los asuntos americanos, entendidos todavía sólo como asuntos comerciales, de ahí el nombre de la Casa (contratación, de contratar, comerciar), de ahí también que hasta pasados veinte años no se considere necesario crear ningún otro órgano de gobierno”, ya que la Casa de Contratación es anterior al Consejo de Indias, supremo director del gobierno indiano hasta el siglo XVIII.
Metales, aduanas, gravámenes…
El imperio resultaba crucial para la economía española, pues el tráfico con las colonias representaba cerca de la mitad del comercio exterior, y estas absorbían un 48 % de las exportaciones de productos peninsulares. (Martorell y Juliá, 2018). España, en calidad de metrópoli, ejercía el monopolio comercial y todos los países que quisieran comerciar con las Indias debían hacerlo a través de los puertos españoles. A partir de 1778 se “liberalizaría” el monopolio sevillano y gaditano a otros puertos peninsulares. Las colonias, además de mercado cautivo con limitaciones de comercio con otros países y entre ellas, ofrecían un suministro constante de metales preciosos, por ejemplo desde las minas de plata del Potosí.
Sin embargo, sostener el monopolio no resultaba fácil, y tanto el contrabando como la cesión casi obligada de asientos (acuerdos comerciales exclusivos) a compañías extranjeras y españolas ponía a la Corona en situaciones muy delicadas. Si equilibrar esto en tiempos de paz era de por sí complicado, más lo fue desde finales del siglo XVIII, cuando los pactos geopolíticos con Francia frente a Gran Bretaña — deseosa de vengarse por la ayuda francesa y española a la independencia de Estados Unidos, y de forzar el dominio de nuevos mercados— obligó a mantener un estado casi permanente de guerra con los ingleses.
Cabe señalar que, a pesar de las enormes riquezas que llegaron, la Corona española tendía a estar altamente hipotecada, y se veía obligada a ceder por adelantado los cargamentos de plata a banqueros genoveses, alemanes, florentinos y flamencos, además de algunos españoles también. Las bancarrotas fueron comunes y familias como los Fugger, Welser o Grimaldi se enriquecieron enormemente mientras los reyes españoles invertían en abrir o cerrar frentes de guerra por todas partes. Finalmente sólo una parte de las reservas de plata americana se incorporarían a la economía peninsular y beneficiarían ciertos sectores gracias, además, a los mercados cautivos para la venta de manufacturas españolas en América. No obstante en contraste, las capitales virreinales del Nuevo Mundo, como Lima y la ciudad de México, resultaban más imponentes y ricas que la propia capital de la Monarquía Hispánica.
En Imperios del mundo atlántico: España y Gran Bretaña en América (1492–1830) John Elliott señala que:
En principio, un sistema de comercio transatlántico altamente regulado y un amplio cuerpo de legislación codificado tardíamente en la Recopilación de las leyes de Indias mantenía a la América española muy sujeta a la metrópoli. En la práctica, la expansión de una corrupción sistemática dotaba a la estructura imperial de una flexibilidad que su rígido marco parecía contradecir. La corrupción facilitaba la movilidad social en una sociedad estructurada jerárquicamente y ampliaba el espacio en el que las élites criollas eran capaces de maniobrar.
Voluntad y la necesidad
Argumenta Guillermo Céspedes que, poco a poco, en el XVIII, se permitieron algunas exportaciones en Ultramar de unas colonias a otras, siempre que ello no compitiese con productos exportados desde España. “El propósito general de dichas leyes aparece claro: su meta es el «pacto colonial», es decir, que los territorios ultramarinos se conviertan en exportadores de materias primas hacia la metrópoli y en mercado consumidor de las manufacturas y artículos de consumo que produce la Península.”
Las medidas fueron contradictorias, no obstante, pues aunque habían crecido industrias autóctonas y algunos lo consideraban compatible con el mercado cautivo, también se ordenó secretamente desde la península a algunos virreyes la destrucción de obrajes textiles, con idea de eliminar o dificultar el arraigo de una industria textil de Ultramar. Esta, naturalmente habría afectado a las exportaciones de la metrópoli, a los intereses allí creados.
El madrileño Benito de la Mata Linares, intendente de Cuzco y futuro regente de la Audiencia de Buenos Aires, llegó a defender, “sin complejos” lo siguiente:
Soy de parecer que así las fábricas de paños de Quito, como las de pañetas, bayetas de obrajes y chorrillos y también las de sombreros se arruinen, exterminen y aniquilen de raíz ; a excepción de los lienzos de algodón que se deben fomentar mientras la España no pueda surtir de lencería la América.
Muchas de las ordenanzas y reformas borbónicas intentaron, por un lado, centralizar y racionalizar la administración bajo los postulados del despotismo ilustrado, y por otro nacionalizar algunas “industrias estratégicas”: por ejemplo la importación de esclavizados africanos, destinados a las plantaciones de cacao en Venezuela, de azúcar en Cuba y de añil en Centroamérica. Así, el llamado tráfico negrero, que habían ejercido casi en exclusiva portugueses, franceses e ingleses durante la primera mitad del siglo XVIII, se intentó poner en manos españolas con la creación de la Compañía gaditana de negros (1765) y la adquisición de dominios en Guinea.
En su Manual de historia política y social de España (1808–2018) Miguel Martorell y Santos Juliá apuntan que:
Una de las razones que animaron el impulso independentista fue el descontento de las élites criollas por el distinto trato que recibían los ciudadanos de la metrópoli y del continente americano. Los altos cargos de la administración en América estaban vedados, de facto, a los criollos. Los productores españoles gozaban de privilegios que impedían la competencia americana. Los agricultores de las colonias, por ejemplo, no podían plantar muchos de los cultivos que existían en España, ni los industriales fabricar bienes que rivalizaran con los españoles; el monopolio español del comercio estorbaba, incluso, los intercambios directos entre las distintas regiones americanas.
(…) Estas diferencias fueron eliminadas por las Cortes de Cádiz, que en 1810 proclamaron la plena igualdad entre los ciudadanos de ambos hemisferios, ratificada en la Constitución, y en 1811 y 1812 abolieron el tributo indígena, la mita y el repartimiento. Pero a estas alturas la revolución americana ya estaba en marcha.
No obstante, como ya señalé con una reflexión de Esteban Mira Caballos en la pieza previa, el comportamiento de esas élites criollas una vez logradas las emancipaciones perpetuó muchas de las prácticas abusivas o generó otras nuevas, y no supuso una inmediata equiparación en derechos civiles y políticos para los ciudadanos de las nuevas repúblicas. Los indígenas y los esclavos no accedieron de repente a los mismos derechos que la élite criolla blanca, esto hay que remarcarlo. Una cosa era dejar de ser colonias y otra convertirse en estados verdaderamente constitucionales y democráticos. Para eso, tanto en Europa como en las Américas, faltaban muchos años y los relatos nacionalistas de los países hispanoamericanos están trufados también de leyendas, maniqueísmo y exageraciones.
No obstante, había hechos incontestables: en medio de una situación que combinaba una clara voluntad monopolística y colonial con algunas reformas liberalizadoras, y unas enormes dificultades de la Corona para llevar adelante sus programas de reforma y control, las élites económicas criollas de América iban disponiendo cada vez de más dinero y educación jurídica. El poder económico está, pero comienzan a aspirar a lo que les falta: el prestigio social más elevado y el poder político, que en sus esferas más elevadas habían ejercido los virreyes y altos funcionarios enviados desde España y el poderoso Consejo de Indias.
Recordemos que en 300 años existieron cuatro virreyes nacidos en las Indias, o sea criollos, sin contar los dos presidentes de Regencia durante la crisis de 1808–1814 en España. Virreyes que, en cualquier caso, no contaban con poder legislativo ni sistema de Cortes en los virreinatos que gestionaban en nombre del rey. La olla de memoriales de agravios estaba cocinándose y estallaría con la invasión napoleónica.
“The Times They Are A-Changin”
En la estela de las ideas ilustradas, tanto la independencia de las 13 colonias británicas en América y la consiguiente formación de los Estados Unidos, como el torbellino de la Revolución Francesa — que acaba con su monarquía y establece una república impulsada por una doctrina universalista— produjeron un torrente de cambios que resquebrajó los cimientos políticos y los dogmas sobre legitimidad que llevaban siglos sosteniendo las sociedades occidentales.
Creo que las siguientes palabras del diplomático ilustrado Valentín de Foronda, en 1811, simbolizan bien el cambio de mentalidad entre buena parte de las élites, tanto en las metrópolis europeas como en sus colonias, que también recibían influencia de las nuevas ideas:
Siempre que no se parte de principios fijos y verdaderos, y se suba de uno á otro, no admitiendo el segundo sin que esté envuelto en el primero, no se logrará subir a la cúspide de la Verdad.
¿Cuál es ese principio fijo?… Que los pueblos tomados colectivamente son el Soberano, y no los Reyes.
¿Es dudable este axioma?… no, no: pues no podía haber Reyes antes de pueblos: luego los pueblos precedieron a los Reyes.
En sus escritos, influidos por pensadores como Locke, Rousseau o Montesquieu, afirmará otro de los axiomas de ese tiempo de giros y revoluciones: “Los derechos de propiedad, libertad, seguridad e igualdad son los cuatro manantiales de la felicidad del Estado”.
El combate cuerpo a cuerpo con el Antiguo Régimen estaba servido, y nada ni nadie podría quedar al margen.
El camino hasta Cádiz
Con la decisión de Napoleón de dominar España, con la que previamente se había pactado para atacar conjuntamente Portugal, todo cambia. Es la metrópoli la invadida, y tanto en ella como en las colonias de ultramar se produce una crisis de legitimidad y un vacío de poder sin precedentes. Precisamente la rígida dependencia con la corona que se había ido creando con el absolutismo provocará que este vacío impulse las ideas liberales de soberanía nacional frente a la tradicional soberanía regia, en ambas orillas del Atlántico.
La Junta de Sevilla, constituida el 27 de mayo de 1808, se intituló “Junta Suprema de España y de las Indias”, tal y como señala Manuel Chust en Tiempos de Revolución. Comprender las Independencias Iberoamericanas (2013). Al hacerlo se atribuyó la soberanía y declaró la guerra a Napoleón. Actos que hasta entonces correspondían al rey. La cuestión de qué hacer con las posesiones americanas surgiría enseguida, ya que incluso Napoleón Bonaparte y su hermano José las habían tenido en cuenta en Bayona (Francia), unos días antes, en una asamblea de notables no electos.
Inspirados quizá por ciertas ideas jacobinas , los nuevos “amos” franceses designaron en Bayona a seis representantes americanos que estaban allí. Así, estos neogranadinos, novohispanos, rioplatenses, caraqueños…pudieron reclamar asuntos que más tarde también reclamarían los diputados americanos — electos — en Cádiz: autonomismo, igualdad de derechos políticos y civiles entre españoles y americanos, fin de las barreras y monopolios comerciales y el acceso igualitario a cargos públicos.
Los primeros borradores de esta carta otorgada con pretensiones constitucionales proponían que “Quede abolido el nombre de colonias. Las posesiones españolas en América y Asia se titularán provincias hispano-americanas o provincias de España en América”. El Estatuto de Bayona, como se suele conocer, incluiría en su articulado los siguientes puntos, en línea con esta “descolonización” y transformación en provincias:
Art. 87. Los reinos y provincias españolas de América y Asia gozarán de los mismos derechos que la Metrópoli.
Art. 88. Será libre en dichos reinos y provincias toda especie de cultivo e industria.
Art. 89. Se permitirá el comercio recíproco entre los reinos y provincias entre sí y con la Metrópoli.
Art. 90. No podrá concederse privilegio alguno particular de exportación o importación en dichos reinos y provincias.
Art. 91. Cada reino y provincia tendrá constantemente cerca del Gobierno diputados encargados de promover sus intereses y de ser sus representantes en las Cortes.
Suponía, en caso de cumplirse, desarbolar todo el sistema colonial de monopolio político y comercial peninsular. Después de siglos, la Casa de Contratación y el Consejo de Indias perdían un poder que ya nunca recuperarían. Por supuesto Napoleón envió emisarios a los virreinatos y capitanías para que sus titulares acataran el nuevo orden bonapartista.
Más tarde quedaría patente que los afrancesados españoles que apoyaron el Estatuto y a José Bonaparte habían fracasado en su intento de acercarse al liberalismo moderado, y que también fracasaron en su intento de lograr que Fernando VII aceptase, acabada la guerra, una monarquía autoritaria pero ilustrada, con el Estatuto como guía. Para los liberales de Cádiz el Estatuto sería insuficiente y foráneo, y para el muy absolutista Fernando sería excesivo (Ignacio Fernández Sarasola, 2006).
En palabras de Luis Navarro García:
Fue en Bayona donde se inició el experimento sin precedentes de convertir un imperio en nación creando un gobierno representativo de los españoles de ambos hemisferios, sólo que el texto escrito no llegó a ponerse en vigor. Y aun en ese mismo texto se hace visible el grave problema que vivirá después la Monarquía española: la desigual representación de los dos hemisferios.
“Todos los territorios de la monarquía española”
En 1809 Camilo Torres, abogado y miembro de la élite criolla de Nueva Granada (actuales Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá) envió un Memorial de agravios a la Junta Suprema Central de la península que exponía las carencias representativas y denunciaba lo que entendía como ingratitud hacia la fidelidad inicial que la mayoría de la élite criolla de los virreinatos había mostrado hacia la corona española y Fernando VII:
Desde el feliz momento en que se recibió en esta capital la noticia de la augusta instalación de esa Suprema Junta Central, en representación de nuestro muy amado soberano el señor don Fernando VII (…) aunque ya sintió profundamente en su alma que, cuando se asociaban en la representación nacional los diputados de todas las provincias de España, no se hiciese la menor mención, ni se tuviesen presentes para nada los vastos dominios que componen el imperio de Fernando en América, y que tan constantes, tan seguras pruebas de su lealtad y patriotismo, acababan de dar en esta crisis.
De hecho Torres proseguía recordando al rey que “Vuestra Majestad misma, añadió poco después en el manifiesto de 26 de octubre de 1808: “nuestras relaciones con nuestras colonias, serán estrechadas más fraternalmente, y por consiguiente, más útiles””. Torres aludía también a la Real orden de 22 de enero de 1809, en que se explicitaba que los dominios americanos, si de verdad no eran colonias — y así lo consideraba el decreto — debían por tanto proveer de representantes a la Junta y a las Cortes, y recibir igual trato.
Unos años después, en 1816, la cabeza cortada de Torres lucía en una pica en Santafé de Bogotá, expuesta por el general español Pablo Morillo como aviso a todos los independentistas americanos. Torres había sido fusilado y sus extremidades se habían colocado en las puertas de entrada de la ciudad, para horror de los visitantes. ¿Qué sucedió entre las elogiosas palabras de Torres hacia Fernando VII y esa espeluznante imagen? Muchas cosas y muy rápido.
En respuesta a lo sucedido en Bayona, la Junta Central convocó primero a diez representantes americanos, uno por cada uno de los cuatro virreinatos y seis provenientes de las capitanías generales (Filipinas entre ellas). Más tarde, la regencia, vía decreto del 14 de febrero de 1810, llamó a Cortes “en todos los territorios de la monarquía española”. Con este acto, de manera mucho más legítima que en la designación de Bayona, se equipararon de iure los derechos de los españoles americanos y los españoles europeos, introduciendo el principio representativo en — aparente — igualdad. Nos referimos a los criollos de la élite, claro, muchos más quedarían fuera de esta igualdad: mujeres, esclavos, negros libres, indígenas y mestizos no reconocidos.
En cualquier caso estaban ante un hito histórico para la Monarquía Hispánica. En palabras de John Elliot en España, Europa y el mundo de ultramar.1500–1800 (2010):
La Constitución de 1812 llevó instituciones representativas a la América española, pero éstas llegaron demasiado tarde. Al contrario que en la América colonial británica, las posibilidades de participación en el proceso político, incluso para la élite criolla, eran muy limitadas y a fin de cuentas se reducían en gran parte a negociar y regatear con las autoridades reales, una práctica a la que ésta se aficionó.
Mientras que cada colonia británica había tenido su propia asamblea representativa, la corona española se había opuesto desde el principio a la transferencia de Cortes o asambleas representativas a América.
Su ausencia no sólo privaba a la élite y amplios sectores de la población de oportunidades de ganar experiencia en las artes del autogobierno, sino que también significaba, al menos hasta que los últimos Borbones crearon las nuevas unidades administrativas de las intendencias, que no existía ningún cuerpo intermedio en el equivalente del nivel provincial para cubrir el espacio entre los ayuntamientos y las instituciones del gobierno real.
“¿Quién carajo manda aquí?”
Volviendo a la invasión francesa de la península, que provocó una división entre partidarios de José Bonaparte y grupos variados de detractores de la nueva dinastía, las luchas internas entre proyectos políticos diferentes aparecieron y dificultaron los procesos de reforma.
Frente a las presiones, y puesta ante sus contradicciones, la Junta Central había decidido convocar a diez vocales representantes de las provincias indianas, en un hecho que fue trascendental desde el punto de vista jurídico, político y simbólico. Aunque el debate sobre el estatus de los virreinatos acababa de empezar, y naufragaría, lo cierto es que en este momento se produce un cambio político innegable.
En América se produjo una ceremonia de confusión ante las noticias que llegaban de Europa, a miles de kilómetros: emisarios franceses mostrando la carta de cesión de la corona firmada por Fernando VII y Carlos IV; emisarios españoles e ingleses contrarios a estas abdicaciones advirtiendo de que ahora Gran Bretaña y España, seculares enemigas, eran aliadas contra la Francia de Napoleón…tanto unos como otros exigiendo obediencia y enarbolando la bandera de la legitimidad.
A esta situación se sumaron movimientos erráticos de algunas autoridades españolas, como, por ejemplo, este proyecto de Constitución fechado en la década de 1810 y diseñado por el diplomático, secretario de Estado y ministro español Pedro de Ceballos Guerra. En él se puede leer claramente “Proyecto de una Constitución de Gobierno para las Colonias Españolas en caso de ser subyugada la España”. El documento emplea también palabras como “dominios” y “metrópoli”. Creo evidente, contra toda la leyenda rosa de los imperiófilos actuales, que a partir del XVIII y, muy especialmente con la crisis de la invasión napoleónica, los eufemismos acerca de las colonias y el lenguaje colonial van deshaciéndose ante la realidad como azucarillos en agua caliente.
Naturalmente las diferentes órdenes y el cruce de legitimidades cayó en un sustrato americano en el que lo que dominó — al principio — fue la lealtad a las Corona española, pero también el deseo, la oportunidad, de los españoles americanos de reclamar reformas profundas que les equipararan con la península, que abrieran el comercio y los cargos públicos. Es decir muchas de las cosas enunciadas en el Estatuto de Bayona.
Igual que en España, en América se formarían Juntas, lo cual ya suponía un acto de emancipación. En la Nueva España resulta significativo el debate de las autoridades de la capital sobre si había que formar dicha junta o no con representantes de pueblos y villas del virreinato. Como indica Manuel Chust (2013), “algunos fiscales allí presentes alegaron que los novohispanos carecían de derechos para formar juntas y Cortes, puesto que era un pueblo subordinado y colonial, en nada comparable al español de la Península.”
Paradójicamente, en la Península Fernando VII, tras recuperar el poder, también diría que ni las Juntas peninsulares ni las Cortes de Cádiz tenían derecho a hacer lo que hicieron. Absolutismo puro.
Pese a estos desprecios y disensiones, y como desarrolla José M. Portillo Valdés en Una historia atlántica de los orígenes de la nación y el estado. España y las Españas en el siglo XIX (2022), con lo que sucederá en Cádiz en 1810–1812 la emancipación no se construiría solo para las colonias americanas, sino para la propia nación española, ya que el acto constitucional gaditano enuncia que la nación española — toda, europea o en ultramar — deja de ser patrimonio de persona o familia alguna. Ya no es España una suma de dominios sujetos a un rey que puede venderlos, intercambiarlos o deshacerse de ellos como si fueran meras haciendas, sino una nación de españoles sujeta a la soberanía nacional y a una ley suprema a todos, la Constitución. A partir de ahora el lenguaje jurídico y político cambia radicalmente, en una auténtica confrontación revolucionaria con las estructuras de lo que ya empieza a denominarse Antiguo Régimen.
Explica Valdés en ese sentido que:
En el caso de la monarquía española, como veremos luego con detenimiento, la irrupción de la emancipación en ese ámbito no se produjo para afectar la relación entre rey y reino porque propiamente este no existía en términos políticos. Hasta su transformación en una monarquía constitucional, la monarquía estuvo compuesta en esencia por el rey y los pueblos — como recordaron en el siglo XVIII distintos juristas — a los que habría que añadir un crecido número de corporaciones de muy diferente especie. Todo ese conjunto, sin embargo, no formaba un reino, en el sentido constitucional, es decir, conformando un cuerpo susceptible de representación propia frente al rey.
Ni la lógica de “le roi et le royaume” ni la de “king in parliament” funcionaban en la monarquía católica, que había reducido la representación a dieciocho ciudades a las que se incorporarán más de la corona aragonesa en el siglo XVIII. Como veremos, ello añadió una notable peculiaridad a este proceso, pues no fue cosa sencilla determinar qué era la «nación española» que en 1812 se declaró «libre e independiente», es decir, emancipada respecto de la potestad real.
“Españoles de ambos hemisferios”: la nación imposible
En enero de 1809 , por primera vez en la historia de la Monarquía Hispánica, se emitía la orden de incluir a representantes americanos en un órgano de gobierno soberano para el conjunto: diez diputados de Río de la Plata, Nueva Granada, Nueva España, Perú, Chile, Venezuela, Cuba, Puerto Rico, Guatemala y Filipinas. De facto y de iure se asumía que dejaban de pertenecer a la Corona y se integraban en la nación española “de ambos hemisferios”.
Entre 1808–1809, antes de que las cosas se complicaran, la mayoría del criollismo americano organizado políticamente participó de este nuevo espacio de representatividad abierto por las crisis de la corona.
Los diputados americanos viajaron hasta Cádiz, sede de la Junta, ciudad sitiada por los franceses y protegida por los barcos ingleses, para participar en las Cortes. Acudieron con documentos llamados Representaciones o Instrucciones, compendios de reclamaciones y peticiones reunidas por los cabildos y juntas de los virreinatos. Resulta anticlimático pero hay que señalarlo: para cuando estos representantes llegaron a España, la Junta Central se había disuelto. Este fue un golpe tremendo para el criollismo americano, que tuvo ya sus primera disensiones en un sentido más que autonomista, rozando el independentismo.
Pero esto no había terminado: la Regencia, sustituta de la Junta, convocó de nuevo elecciones de representantes en todas las provincias, incluidas las americanas. Este decreto encontró problemas en América, pues a partir de 1810 una parte del criollismo no reconoció la legitimidad de la Regencia — caso de la Junta de Caracas — y decidió embarcarse en la insurgencia frente a España. La otra parte, la que acudió a Cádiz, aún esperaba ver cumplidas sus aspiraciones autonomistas.
En medio de no pocas dificultades, los diputados electos de América y Filipinas lograron incorporarse a sus homólogos peninsulares en las sesiones de las Cortes gaditanas en la primavera de 1811. Si faltaba algún diputado americano autóctono se elegía a algún español americano que residiera en Cádiz. La vía abierta por el liberalismo español contemplaba una monarquía constitucional y un sistema parlamentario funcional, lejos tanto del absolutismo colonial como del independentismo republicano.
De los 104 diputados que inauguraron las sesiones 29 eran americanos. Terminaban así siglos de instituciones medievales, consultivas o puramente peninsulares. Adiós al poder omnímodo del rey o del Consejo de Indias. Muchas cosas cambiaban, y el diputado liberal Diego Muñoz Torrero se había encargado de declarar la soberanía nacional de dichas Cortes y la separación de poderes el 24 de septiembre de 1810. Se abolía, al menos oficialmente, el régimen señorial y el régimen colonial respecto a América.
Iguales, sí…pero no demasiado
Algunos de los artículos más rompedores y novedosos respecto al tema que nos ocupa, y que fueron a parar a la Constitución de 1812 tras los debates constituyentes fueron:
Art. 1º. La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios.
Art. 5º. Son españoles: Primero. Todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas, y los hijos de éstos.
Art. 10. El territorio español comprende en la Península con sus posesiones e islas adyacentes, Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de África.
En la América septentrional, Nueva España, con la Nueva Galicia y Península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo, y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar.
En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico.
En el Asia, las islas Filipinas, y las que dependen de su gobierno.
Art. 13. El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen.
Art. 18. Son ciudadanos aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios, y están, avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios.
Art. 22. A los españoles que por cualquiera línea son habidos y reputados por originarios del África, les queda abierta la puerta de la virtud y del merecimiento para ser ciudadanos (…)
Art. 131. Las facultades de las Cortes son: Primera. Proponer y decretar las leyes, e interpretarlas y derogarlas en caso necesario.
Art. 172. Cuarta. No puede el Rey enajenar, ceder o permutar provincia, ciudad, villa o lugar, ni parte alguna, por pequeña que sea, del territorio español.
*— Si se quiere profundizar en la Constitución y su forja recomiendo mi serie de artículos al respecto — *
Las Cortes eran unicamerales, y no integraban a la aristocracia y al clero de forma separada, por lo que daban muerte al sistema estamental propio del Antiguo Régimen. Durante los debates preconstituyentes, acalorados y llenas de dilemas de todo tipo, que no tenemos tiempo de abordar aquí (como la cuestión de la esclavitud, que no abolieron), surgió una reclamación clave y una colisión evidente, nunca resuelta: ¿qué pasaba con la proporcionalidad en la representación de América en las Cortes?
La cuestión fue enseguida planteada por los representantes americanos, pero se encontró con resistencia y ambigüedades por parte de los españoles peninsulares, liberales incluidos. Algunos americanos formaron una comisión — con hombres como Lequerica, Fernández de Leyva, Dionisio Inca Yupanqui o Ramón Power — para presentar, conjuntamente, sus demandas. Entre ellas estaba la igualdad de derechos respecto a los españoles europeos, la extensión de la representación nacional de manera proporcional a América, la libertad de industria, comercio y cultivo; la supresión de todos los monopolios coloniales y la paridad en cargos públicos en América.
Inicialmente el decreto fruto de estas demandas se aprobó en primera instancia, pero su ratificación se retrasaba. Al fin y al cabo había una preocupación importante entre los diputados peninsulares: los virreinatos americanos tenían mayor peso demográfico, lo que haría que una ley electoral justa y proporcional les otorgara un mayor peso en el parlamento. Entre los que se quejaron de las contradicciones y resistencias de los diputados españoles estaba el periodista liberal y exiliado José María Blanco White, quien desde su periódico El Español clamaba así:
Sólo lo justo es verdaderamente útil. Si las Américas son provincias de España, iguales deben ser con ellas en derechos, sean cuales fueren las consecuencias. (…) ¿Son provincias del mismo imperio? Pues tan infundados proceden los que se oponen a la igualdad de representación diciendo que entonces tendrían ellas más influjo que los europeos, como si la provincia de Castilla la Nueva, por existir en ella la capital, se quejase de que todas las demás juntas tienen más poder que ella en las Cortes. (…) Equidad, y equidad absoluta es el único lazo que queda entre uno y otro pueblo.
Las disensiones, lógicas dentro de un proceso que buscaba transformar a súbditos históricamente desiguales en ciudadanos jurídicamente iguales, también se dieron entre diputados americanos, pues algunos como el peruano Vicente Morales Duárez, no querían que esa discusión llevara a la igualdad de derechos de las castas pardas tan presentes en los virreinatos. Otro peruano, Inca Yupanqui, se quedó solo en su revolucionaria defensa de la igualdad de los indígenas: “Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre.” Lo decía “Como Inca, Indio y Americano”. Algunos liberales como Argüelles le apoyaron simbólicamente.
A pesar de los decretos que abolieron el trabajo forzoso de los indígenas (mita, repartimiento, etc), el racismo, el miedo a la pérdida de influencia de la élite criolla blanca— y la cuestión de la esclavitud — opacaron buena parte de un debate que tuvo luces y sombras, no fue maniqueo, pero sí muy importante en la definición de lo que era o no una colonia y de lo que era o no un ciudadano.
El final del espejismo
Tras muchas discusiones y cambios se cerró un principio de acuerdo sobre la representación que desbloqueó otras medidas revolucionarias como la libertad de imprenta o la abolición de la Inquisición, pero los peninsulares se equivocaban al creer que el tema americano no volvería: un mes después regresó, y no fue resuelto plenamente.
Finalmente la nación bihemisférica no pudo ser. Tal y como expone Joaquín Varela Suanzes-Carpegna en Historia constitucional de España (2020), no pudo ser porque los diputados peninsulares trampearon cínicamente respecto al tema de la representación: vertebraron un estado unitario y uniforme escorado hacia la España europea. Mediante los artículos 22 y 29 de la Constitución se aseguraban el control de los centros decisivos de poder y de las Cortes al excluir a las castas del derecho a elegir y ser elegido, “esto es a la población negra o mezclada con ella, fuese blanca, india o de origen asiático”.
Al excluir a estos españoles — reconocidos como tales, pero no como ciudadanos, pues español y ciudadano eran dos condiciones jurídicas distintas — al excluirlos, digo, de los derechos políticos, también se les dejaba fuera del cómputo del censo poblacional, lo que tenía evidentes efectos electorales. El principal era que entonces el número de representantes españoles americanos (blancos) sería inferior en futuras Cortes y superior para los españoles europeos.
La actitud metropolitana y colonial no había desaparecido, ni siquiera por parte de los liberales, que pusieron pretextos de todo tipo para intentar salvar sus propias contradicciones ideológicas. El contraste demográfico hacía más sangrante esta diferencia: eran más los españoles americanos que los peninsulares, entre 15 y 21 millones de habitantes. España no llegaba a 11 millones.
Dejar fuera a las castas significaba dejar fuera a un tercio del potencial censo electoral en América. Dadas las dudas de varios diputados americanos, tan excluyentes en la cuestión racial como sus homólogos europeos, la igualdad política se desvaneció como un espejismo.
Aun así, como sabemos y como he abordado con detalle en otras piezas, la vigencia de la Constitución de Cádiz fue efímera, ya que en 1814 quedó restaurada la monarquía absoluta y se declaró nula toda la normativa emitida por las Cortes. En palabras de Fernando VII:
Declaro que mi real ánimo es no solamente no jurar ni acceder a dicha constitución ni a decreto alguno de las Cortes generales y extraordinarias (…) sino el de declarar aquella constitución y tales decretos nulos y de ningún valor y efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubieran pasado jamás tales actos, y se quitasen de en medio del tiempo alguno, y sin obligación en mis pueblos y súbditos, de cualquiera clase y condición, a cumplirlos ni guardarlos.
Los liberales fueron perseguidos, ajusticiados o se exiliaron. También los afrancesados. Según Rújula y Chust (2017), unos 12.000 afrancesados y unos 15.000 liberales se marcharon de España, la mayoría de ellos a Inglaterra, Francia o América. Y se restauró el modelo señorial y de vasallaje, y por tanto también la visión puramente colonial del rey sobre sus posesiones ultramarinas. Fernando no estaba dispuesto a perder las rentas personales que le reportaban sus colonias. Para él no había tal cosa como una nación soberana, ni igualdad, ni ciudadanía.
En consecuencia, se volvió a la situación anterior a 1812 y, entre otras cosas, el repartimiento de indios fue legalmente restablecido. Fernando trató de recuperar las instituciones absolutistas y reaccionó con una violencia implacable contra el criollismo, fuera autonomista o independentista.
Pero la historia que siguió ya pertenece a otro análisis, y solo la referiré brevemente: durante 15 años las colonias americanas se sumieron en una serie de guerras civiles y exteriores en pos de unos procesos de emancipación que se fraguaron entre 1810 y 1825. El respaldo de Gran Bretaña a las independencias no solo fue una venganza por el apoyo español español a la secesión de sus colonias norteamericanas: a los ingleses les interesaba dominar los nuevos mercados que las nacientes repúblicas americanas representaban. Por otro lado la Constitución de Cádiz sirvió de modelo para las nuevas constituciones iberoamericanas, pero las naciones eran otras.
Los bandos en liza fueron más heterogéneos de lo que a la historiografía nacionalista americana le gusta presentar, y en las primeras fases abundaron muchos protagonistas con lealtades patrióticas divididas. Hubo, por tanto, líderes de las independencias americanas que previamente habían peleado en España contra los franceses — caso del general José de San Martín, destacado en la batalla de Bailén — o de guerrilleros españoles liberales que, tras el retorno de Fernando VII y su campaña de represión anticonstitucional, eligieron combatir el absolutismo luchando en México contra las tropas enviadas por el rey español, como fue el caso del liberal Francisco Javier Mina. Este navarro dejó unas palabras muy significativas:
Mexicanos: permitidme participar de vuestras gloriosas tareas, aceptad los servicios que os ofrezco en favor de vuestra sublime empresa y contadme entre vuestros compatriotas. (…) Entonces, en recompensa, decid a vuestros hijos: “Esta tierra fue dos veces inundada en sangre por españoles serviles, vasallos abyectos de un rey; pero hubo también españoles liberales y patriotas que sacrificaron su reposo y su vida por nuestro bien”.
Como señalan los autores en Historia Contemporánea de España -Volumen 1- 1808–1931 (2017), la pérdida de las colonias americanas agravó la situación económica que la guerra ya había dejado en la península. Pero al perderse el monopolio y tantos mercados cautivos, la burguesía comercial española impulsó la eliminación de las aduanas interiores de España, al estilo del Zollverein alemán.
La época del Trienio, 1820–1823, que vio restaurada la Constitución de Cádiz, incluyó los últimos intentos de algunos diputados americanos de buscar vías autonomistas o, al menos, de una colaboración más estrecha con los españoles europeos. Pero las decisivas victorias de los insurgentes en América, sumadas a la convicción de los americanos de que Fernando VII conspiraría para derrocar el gobierno constitucional — como así ocurrió — , agotó la propuesta.
A principios de 1822 la mayor parte de los diputados americanos abandonó sus escaños del Parlamento de Madrid, y partió a América, certificando así el final de todo proyecto de integración. Los caminos se habían separado definitivamente.