De virreinatos y colonias (II)
Imperiofilia, leyenda rosa y negacionismo
Roma , ¿imperio colonial?
Todo empieza con Roma, el imperio de los imperios en la conciencia occidental. Un referente tanto para los forjadores del imperio español como para muchos imperiófilos actuales, que parecen oponer la idea de que se construyan infraestructuras (carreteras, universidades, sistemas de alcantarillado, edificios públicos, acueductos, termas, factorías, etc) en un territorio conquistado con el hecho de que ese territorio sea o no una colonia, como si una cosa excluyera a la otra. De hecho el autor imperiófilo de El Sacro Imperio Romano Hispánico llega a defender que “el imperio que sucedió al romano no fue el germánico sino el Sacro Imperio Romano Hispánico”, nuevo concepto que él defiende. Ya que ellos mismos han gustado de establecer paralelismos con Roma, sigamos.
El descubrimiento de Hispania
Antes de Roma, en la península ibérica habitaban numerosos pueblos y tribus cuyos nombres nos ha legado la historiografía o sus conquistadores, pero no sabremos nunca cómo se denominaban a sí mismos. Los ganadores de la historia suelen ser también los exónimos.
Los fenicios fueron los primeros en llegar a la Península para explotar sus riquezas y se asentaron, ya en el siglo VIII a.C., en toda la costa mediterránea, desde el sur del Ebro hasta el Algarve (Portugal). Fundaron colonias puramente comerciales, basadas en la importación y exportación de productos de los que se beneficiaron también los pueblos peninsulares autóctonos (íberos, celtas, etc). Por este motivo, toleraron a los colonizadores y no hubo grandes colisiones militares con fenicios primero y griegos, después. Desde Massalia (Marsella) los griegos se lanzaron a fundar enclaves comerciales como Emporion (Ampurias). Fueron ellos quienes dieron a las tierras “descubiertas” el nombre de Iberia.
Pero más tarde estos pueblos íberos se toparon en sus tierras con una lucha de titanes entre Cartago y Roma. La conquista romana se iniciaría en 218 a.C., y al igual que en el caso americano, no fue planificada, ni duró 200 años (más bien 30). La ambición del Senado romano respecto de Iberia se había detenido inicialmente por la presencia de Cartago, que tenía sus propias colonias púnicas en la península. Pero se trataba de una situación provisional, ya que los grandes propietarios patricios, deseosos de aumentar sus fortunas con tierras, metales preciosos y esclavos, impulsaron el imperialismo de la República, también hacia aquellas lejanas tierras occidentales. Tal y como señala Juan Pablo Fusi en su Historia mínima de España (2012):
La conquista, que incluyó las Baleares, respondió básicamente a tres tipos de razones: 1) estratégicas: controlar y estabilizar la península, y por tanto el extremo occidental del Mediterráneo; 2) económicas: explotación de los recursos mineros de Hispania (plata, oro, cobre, piritas, plomo) e incorporación de la economía agrícola hispana a la economía romana; 3) políticas: extensión a Hispania de las guerras civiles romanas, carrera militar en Hispania como factor de prestigio en la propia Roma.
¿A qué nos recuerdan las motivaciones económicas? Exacto: a las razones muy materiales que llevaron a Colón a buscar apoyo financiero en la Corona de Castilla para establecer una nueva y lucrativa ruta hacia las Indias, con las especias en mente. Colón no partió para descubrir un nuevo continente, se lo topó: esto se olvida en la maraña de anacronismos y preocupaciones nacionalistas. Una vez comprobado — por otros — que estaban ante un nuevo continente, un nuevo mundo, se dio paso a una conquista que nunca fue planificada sobre el papel: se fue haciendo a medida que avanzó, de forma muy compleja. Y la ambición de grupos distintos guiaba los pasos, como en Roma.
Choque de mundos
Al igual que les sucedió a los españoles con los pueblos de América, los conquistadores romanos hallaron tanto aliados autóctonos como también fieros resistentes al invasor…y aplastaron a estos últimos. Numancia ha sido uno de esos episodios mitificados hasta la extenuación por la literatura y la pintura histórica: su exaltación interesó tanto a descendientes de los conquistados como a romanos, a modo de prueba de una fiereza y un carácter supuestamente indómitos de los habitantes peninsulares. Un relato que se recuperaría sistemáticamente incluso en la Guerra de Independencia y en la Guerra Civil. Sin embargo una mirada crítica muestra que la península ibérica, como tantos otros lugares, ha sido sistemáticamente invadida por muy diferentes pueblos y ejércitos sin que sus orgullosos habitantes se inmolaran en hogueras dejando solo cenizas, al estilo de la Numancia mítica.
Pero Hispania tiene sus Numancias, y las Américas también. Rebeliones indígenas que fueron derrotadas y castigadas de forma ejemplar, sin contemplaciones, por los conquistadores y gobernadores… una frase que aplica tanto a Hispania como a las Indias, Filipinas o las posesiones africanas.
Hubo muchos pactos también: algunos pueblos sometidos por imperios como el mexica se aliaron con los conquistadores españoles frente a sus dominadores. Pero pasaron de un dominio a otro, no a una soberanía que quizá poseían antes de ser vasallos de los mexicas. En Hispania las brutalidades cometidas por los romanos, como las de Galba , crearon enormes recelos a la hora de aceptar el dominio romano y rebeliones. Los abusos fueron la seña de identidad en todos los lugares, aunque siempre hubo voces disidentes con los métodos empleados…como las hubo también para la conquista de América, especialmente entre algunos sacerdotes, juristas y frailes, no tan movidos por la ambición material como los conquistadores y nobles.
Francisco de Vitoria, Antonio de Montesinos, Juan Garcés, Bernardino de Minaya, etc. Pero, como señala Antonio-Miguel Bernal en España, proyecto inacabado: Costes/beneficios del Imperio (2005) incluso el papa Pablo III en bulas como Sublimis Deus (1537) llamaba a no maltratar ni esclavizar a los indígenas, aunque fueran paganos. Sin embargo esto no se asumió sin más, ni por conquistadores ni por monarcas, y a pesar de las leyes protectoras abundó el “se acata pero no se cumple” con los indígenas. De los africanos, desprotegidos por todos e inseparables del modelo colonial europeo, hablaremos más tarde.
Sí que hay una diferencia relevante con Roma en este punto: en las posesiones americanas llegó a haber rebeliones hasta mucho después de haber finalizado las conquistas (tomemos por ejemplo a Túpac Amaru II, en 1781), no así en la Hispania romana, más estable tras derrotar numantinas resistencias como las de Viriato o las guerras celtibéricas.
Otra gran diferencia radica en la religión: el imperio romano fue la mayor parte de su existencia politeísta, convivían diferentes cultos en sus territorios — y sincretismos — , incluidos algunos cultos monoteístas como el judaísmo o el zoroastrismo. Con la llegada del cristianismo esto cambió, aunque hay algo de leyenda rosa romana en la idea de la tolerancia: no es tanto que hubiese tolerancia en el sentido moderno, como que la religión romana era fuente de estatus político y la sociedades antiguas entendían que cada pueblo tenía sus dioses. Por otro lado, tanto judíos como zoroastristas no estaba interesados en predicar o extender su fe más allá de sus grupos étnicos, y no permitían el politeísmo dentro de sus comunidades.
En el caso español la extensión del catolicismo en sus dominios coloniales fue indiscutible — como en la península — , y no se alentó ni permitió en ningún caso la tolerancia de otros cultos, fueran cristianos o no. La unidad religiosa y unidad política iban de la mano, al estilo de la Roma de época cristiana.
Sin embargo esta expansión no escapó a ciertos grados de sincretismo con creencias precolombinas, que han generado tradiciones muy específicas, como el Día de Muertos de México. En España la Constitución de 1869 supuso el reconocimiento de la libertad religiosa por primera vez, pero brevemente. En la Segunda República la Constitución de 1931 reconocía por primera vez que “el Estado español carece de religión oficial” (artículo 3) y se reconoce desde un primer momento la libertad de conciencia en el artículo 27. Pero como sabemos esto se frustraría, y habría que esperar ya a la Constitución actual (1978) para que quedara blindada esta cuestión.
Construir lo conquistado
Al igual que los territorios americanos fueron segmentados, nombrados y repartidos desde salones a miles de kilómetros de sus habitantes, sin una palabra de las élites indígenas al respecto, Hispania fue dividida, nombrada y organizada en provincias desde los lejanos salones romanos. Se creó el primer orden institucional para la península en toda su historia. Quedó estructurada en: Hispania Citerior e Hispania Ulterior (197 a.C.); Bética, Lusitania y Citerior (15 a.C.); y, bajo Diocleciano, en Tarraconense, Cartaginense, Gallaecia, Lusitania, Bética y Mauritania Tingitania (el norte de África). Hispania fue la caja de resonancia de los conflictos políticos de la metrópoli.
El año 195 a.C. Roma mandó a Hispania al cónsul Marco Catón, quien venció a los turdetanos (que se habían rebelado) y recuperó el control de la provincia. Catón regresó a Roma con un gran botín de guerra: 11 toneladas de plata, 600 kilos de oro, 123.000 denarios y 540.000 monedas de plata. La ciudad de Rómulo y Remo era enorme, crecía y consumía cada vez más recursos. Hispania se convertiría en uno de los graneros de Roma, en la que las promesas de trigo a la población formaban parte de las campañas electorales y de la seguridad o no de los gobernantes. Se enfrentaban a revueltas cada cierto tiempo si faltaba el pan.
Las conquistas romanas eran también una lucrativa fuente de esclavos: esos semovientes — bienes que se mueven por sí mismos — . Esos “instrumentos que hablan”, como los llamó Terencio Varrón en el siglo I a.C. fueron inseparables del crecimiento económico de Roma como potencia, pues trabajaban en obras públicas, minas, calzadas y latifundios. Esclavos no solo para trabajar, sino para ser abusados como al amo le pareciera, a no ser que lograran comprar su libertad o muriesen. La deshumanización total. En su apogeo Roma llegó a contar con un número de esclavizados de entre el 20 y 30% de la población total a fines del siglo I de nuestra era. (Martín Merino, 2017). Además de una fuente de ingresos a coste reducido, disponer de muchos esclavos era un símbolo de estatus.
Roma, en plena expansión durante la era republicana — tan imperial como el Imperio — , implantó un sistema de administración sobre la base de colonias y municipios para romanos (con derechos de ciudadanía), municipios de derecho latino (escalón inferior), ciudades indígenas sin esos derechos, y otros pueblos o aldeas tutelados por leyes romanas. Como nos explica Luis E. Íñigo Fernández en Breve Historia de España (2019):
Y mientras las ciudades crecían y se multiplicaban, la economía de Hispania se transformaba. Aunque no dejó nunca de ser una colonia, que servía a Roma como fuente de materias primas y mercado para los bienes de lujo procedentes de sus talleres, recibió también de ella importantes beneficios.
Sus recursos fueron explotados mediante las técnicas más avanzadas de la época; sus campos se cubrieron de calzadas que comunicaban las ciudades y puertos más importantes, y con su concurso, bien que impuesto, entró de lleno, a pesar de su posición periférica, en una economía globalizada que se extendía ya desde las frías estepas del norte de Europa a los exóticos mercados de Extremo Oriente. La agricultura y la ganadería eran las actividades principales, aunque solo en las tierras más romanizadas y ricas del sur y el este se abrió paso una explotación sistemática de los recursos del agro. Vastos latifundios trabajados por esclavos cubrieron los campos de la Bética y lo que hoy es la huerta valenciana.
Los gobernadores de las provincias eran de origen romano o emparentados con las familias romanas más poderosas, no autóctonos sin raíces y educación romanas. Este es un síntoma de colonización típico.
A cada gobernador (pretor, procónsul o cónsul) el Senado, ubicado en la metrópoli, le otorgaba imperium (autoridad) sobre la provincia en cuestión, podía dirigir tropas y se apoyaba en legados y cuestores. La distancia entre Roma y la provincia daba gran margen de actuación a los gobernadores. Esta distancia generó redes clientelares y corrupción, además de abusos de autoridad y compras de cargos. En la era imperial las provincias dependían de gobernadores designados personalmente por el emperador de turno.
Al igual que en América, siempre hubo cierto pactismo con élites indígenas, pero había una tutela prevalente e innegable de la ciudad del Tíber sobre los autóctonos asimilados, como lo había desde la corte española. Y, como veremos para el caso de la corona española, no todos los territorios que entraron en contacto con Roma tuvieron el mismo estatus: las provincias eran colonias sujetas a Roma, directamente gobernadas por romanos, mientras los reinos clientes conservaban una cierta independencia pero aceptaban rendir tributos a Roma.
Señalo esto porque, en el caso del imperio español, tal y como explican en Los Virreinatos de España en América (2023) Roberto Blanco y Mariano González, normalmente para desempeñar el cargo de virrey, máxima autoridad en las posesiones de la Corona, los monarcas españoles seleccionaban de entre los nobles peninsulares de su confianza a quienes ostentarían ese gobierno en su nombre: condes, marqueses y algunos duques, militares y prelados fueron los escogidos. Incluso hubo europeos no españoles.
Pero, como indican los autores, solo hubo cuatro virreyes nacidos en las Indias. Como Lope Díez de Aux y Armendáriz Saavedra, primer virrey criollo de la Nueva España que era de padres peninsulares, eso sí, y blanco. El linaje peninsular prevaleció en los más altos cargos, así como el desdén hacia los criollos blancos (no digamos ya hacia indígenas, negros y mestizos). Pasó un siglo antes de que hubiese un segundo virrey criollo en Nueva España, el virreinato más rico y poblado.
Por supuesto cabe recordar que ni judíos ni musulmanes podían emigrar a las Américas desde España, lo cual tal y como señala Esteban Mira Caballos en su monumental El descubrimiento de Europa. Indígenas y mestizos en el Viejo Mundo (2023) generó curiosas paradojas: los nobles indígenas (nobles, no el común) tenían ciertas prerrogativas y derechos reconocidos que no dudaron en reclamar ante las autoridades españolas aduciendo, por ejemplo, que eran más “puros” que muchos españoles, ya que no había judíos en América. Es decir, se valieron de la obsesión española con la limpieza de sangre para distinguirse. Eran, sin duda, sociedades complejas, pero no horizontales como parecen pretender los imperiófilos al recurrir a palabras como “igualdad”. En la pieza siguiente ahondamos en este punto.
A propósito de esto último, observará el lector que procuro evitar el término indios (o el de naturales) por su carga, a mi juicio, subjetiva y negativa. Supone emplear el exónimo que los conquistadores dieron a los conquistados, pensando erróneamente en la India, y ahí ha quedado.
Sin embargo, como bien señalan algunos autores consultados, la conquista creó la categoría indio en unas comunidades que se diferenciaban entre sí porque no tenían un “otro” general enfrente. Algo similar pasa con los celtas en Europa: nunca fueron un grupo homogéneo y específico, y el término celta fue dado por griegos y romanos como exónimo genérico para una multiplicidad de pueblos. La República de Indios que codificaron los colonizadores en las Indias tuvo un doble efecto, paradójico: facilitó la conquista y la homogeneización a los conquistadores pero, a la vez, proveyó a los conquistados de una categoría unitaria y aglutinadora para defender sus intereses o hacer causa común. De estas paradojas están llenos los procesos de conquista.
Hay que señalar, no obstante, que también hubo virreyes en reinos peninsulares y en algunas posesiones europeas, no era esta una figura única de América. Pero el trato a los autóctonos y la relación con ellos de la monarquía no fue la misma que con América y otros territorios extraeuropeos, y he aquí la clave del aspecto colonial. Jamás hubo un metafísico debate sobre si los flamencos, napolitanos o sicilianos eran seres racionales o si podían ser o no esclavizados, forzados a la mita o tutelados por encomenderos. Tuvieron sus propios conflictos políticos y religiosos, claro, pero no requirieron una especie de tutela paternalista en tanto que “salvajes” cuando sus reinos pasaron a formar parte de la Monarquía Católica en tanto que monarquía compuesta.
También el mestizaje, tan señalado en el caso español, se dio en Roma, pero con una constante y marcada prevalencia de los linajes conectados directamente con Roma y de romanos “puros” en los cargos administrativos y altas magistraturas, por encima de los “criollos” de provincias. Roma jamás llegaría a la obsesión clasificadora hispana con las razas, a pesar de que gestionó también gran variedad de pueblos y etnias, pero no existía un daltonismo étnico.
Figuras muy mencionadas como ejemplos de grandes romanos nacidos en Hispania, como Trajano, Teodosio y Séneca, eran de ascendencia romana, no íbera. En el caso de Adriano, la mayoría de historiadores apoyan la tesis de que nació en Roma, pero en cualquier caso provenía de una gens romana de alta alcurnia. En el caso de Séneca se ha especulado si podría tener algún antepasado indígena, pero se desconoce. Esto no ha impedido que haya nacionalistas que hablen de estas figuras como si fueran “españoles”. Un anacronismo equivalente a decir que Viriato era portugués o que Emporión era una ciudad catalana.
Se hace evidente que, más allá de su sistema económico más rudimentario o de las muchas inversiones técnicas y legales en los lugares conquistados, Roma y alrededores (no toda Italia, y esto costaría la guerra social) gozó de unos privilegios típicos de la metrópoli de un imperio formado, jurídicamente, por provincias sometidas a ella, colonias de una potencia imperial rígidamente estratificada, con ciudadanos y no ciudadanos, esclavista, cúspide de una jerarquía enorme (con el Senado o el emperador arriba, según la época), cuya supremacía solo fue puesta en discusión a partir de la partición del imperio y el largo proceso de decadencia que siguió.
Lo que sí es cierto es que los emperadores fueron ampliando el concepto de ciudadanía romana: en 212 d.C el megalómano emperador Caracalla concedió la ciudadanía a todos sus súbditos libres, por lo que Hispania, entre otras provincias, quedó plenamente integrada como parte del ente político romano, casi 400 años después del inicio de su conquista.
La llegada de los emperadores romanos vinculó el concepto de imperio con el de monarquía de aspiraciones universales, concepto que se manejaba para el caso español al hablar de Monarquía Católica (del griego καθολικός katholikós, ‘universal’.)
Entre Augusto y Constantino el Grande se produjo la transformación del princeps romano en monarca teocrático y plenipotenciario. En el siglo VII, Isidoro de Sevilla identificó la noción de imperium con la de monarquía, palabra también de origen griego. Así, con el tiempo, el término monarquía se empleó como sinónimo de imperio para designar a esa miríada de Estados bajo la voluntad legislativa de un único gobernante, un legislador supremo. Esta interpretación bebía de la Lex regia, recopilación de leyes romanas que formalizaban la autoridad del emperador.
Creo que no cabe duda de que Roma ejerció un proto colonialismo que inspiraría al colonialismo europeo posterior. Con discursos de destino manifiesto incluidos, pues al igual que en todos los demás imperios existió una ideología justificadora de la conquista y sometimiento de pueblos lejanos que bien puede quedar reflejada con estos pasajes de La Eneida de Virgilio, epopeya mítica escrita — ¡qué casualidad! — en tiempos del primer emperador, Augusto:
(A Júpiter) se dirige Venus: «Oh, tú que gobiernas con poder eterno las cosas humanas y divinas y aterrorizas con el rayo. ¿Qué delito tan grande ha podido cometer mi Eneas contra ti? ¿Cuál los troyanos que ven cerrarse ante Italia el orbe entero de las tierras cuando tantas muertes han sufrido? Cierto es que has prometido que de aquí al correr del tiempo saldrían los romanos, de aquí los caudillos de la sangre de Teucro que bajo su poder tendrían el mar y las tierras todas.
Aquí se reinará trescientos años completos por la raza de Héctor, hasta que Ilia, princesa sacerdotisa, preñada de Marte le dará con su parto una prole gemela. Después, contento bajo el rubio manto de una loba nodriza Rómulo se hará cargo del pueblo y alzará las murallas de Marte y por su nombre le dará el de romano. Y yo no pongo a éstos ni meta ni límite de tiempo: les he confiado un imperio sin fin.
Y hasta la áspera Juno, que ahora fatiga de miedo el mar y las tierras y el cielo, cambiará su opinión para mejor, y velará conmigo por los romanos, por los dueños del mundo y el pueblo togado. Así lo quiero.
(…) Tú, romano, recuerda tu misión: ir rigiendo los pueblos con tu mando. Estas serán tus artes: imponer leyes de paz, conceder tu favor a los humildes y abatir combatiendo a los soberbios.
Los dioses entregan, a modo de profecía autocumplida, el dominio a los romanos. Sancionan su derecho a conquistar a otros y someterlos en nombre de una misión superior, sobrenatural. No es difícil ver por qué muchos imperiófilos hispanos se pasan el día pensando en el imperio romano y pretendiendo emparentar con el mismo. No es una casualidad. Es un imán para los convencidos del relato de destino manifiesto.
La Caída y las caídas
De igual manera que el derrumbe del imperio español americano, fruto de diversas crisis, dio lugar allí a nuevos estados-nación, el colapso del imperio romano occidental y la invasión visigoda de Hispania dio lugar a que se cortara el cordón umbilical con Roma para siempre, y apareciera un nuevo reino, un nuevo estado.
Ni en el caso de las naciones americanas ni en el del reino visigodo se trató de la recuperación de entidades políticas previas, sino del surgimiento de nuevas. Hispania dejó de ser parte de un imperio cuyo legado material, cultural, religioso, jurídico y lingüístico sería palpable hasta hoy…igual que América para el caso español.
Sin embargo Roma y su final han quedado atrás, nadie cuestiona las naciones existentes por mucho que se reconozca el legado romano. Se analiza la caída de Roma sin conspiranoias ideológicas extrañas ni victimismos baratos, solo como un proceso histórico común y repetido: auge y declive de potencias.
Pero los imperiófilos nacionalistas españoles no superan el fin del imperio hispánico. Donde Gibbon — hace tiempo superado — vio conspiraciones cristianas para acabar con su admirado Imperio Romano, los fans de Bueno, Barea, Capitán Bitcoin, Armesilla, Gullo y compañía ven conspiraciones anglo-protestantes y liberales para acabar con el beatífico Imperio hispánico, y no dinámicas geopolíticas de toda la vida. Un imperio que, llegado el XIX, las entonces incipientes naciones americanas no tendrían derecho a “abandonar”, dejan caer, sin reparar en que sin el fin de Roma tampoco habría nación española. España es a la vez fruto de la conquista romana y del final de la tutela de Roma. La misma paradoja se da con las excolonias españolas y tantas excolonias europeas. Esta es la verdad incómoda que no gusta ni a imperiófilos españoles ni tampoco a nacionalistas americanos, abonados al maniqueísmo.
Y aparece otro factor: la imposibilidad de ser a la vez imperio y nación, que abordaremos con más detalle en otra pieza sobre los debates constituyentes de Cádiz, cuando casi se consiguió convertir las colonias hispánicas en verdaderas provincias integrantes de una sola comunidad política, lo más cerca que se estuvo, con matices, de esa igualdad — irreal — que predican los imperiófilos cuando hablan del imperio durante el Antiguo Régimen, caracterizado precisamente por la desigualdad jurídica.